martes, 4 de agosto de 2009

El virus del color

En el verano de 1998 pasé tres semanas de vacaciones en las islas Seichelles. Volví perfectamente bronceado. Llegó el frío de diciembre y mi piel no se decoloraba; más aún, parecía haberse obscurecido. Los amigos en la fiesta de fin de año no me ahorraron ninguna de las bromas que incluían lámparas solares. Creo que fue en febrero de 1999 cuando me hice pelar como una bola de billar: mis cabellos se habían puesto rebeldes, y el peluquero recomendó el corte para hacerlos crecer nuevamente lacios y sin remolinos. No fue ese el resultado; volvieron a crecer todavía más crespos, en motas apretadas de color negro azabache.

Mi nuevo aspecto tuvo consecuencias sexuales inesperadas. Una renovación de interés por parte de mi novia, de mis compañeras de trabajo y hasta de completas desconocidas. Ellas, como mis amigos, estaban convencidas de que yo, sin reconocerlo públicamente, me había sometido a un tratamiento estético particular. Varios conocidos me pidieron la dirección de mi estetista, y se resintieron cuando respondí que no lo tenía.

Poco duró este período de exaltación de mi vanidad. En abril tuve una fuerte conjuntivitis, de la que salí con los ojos de un intenso y puro color negro. Fue como un click en mi vida; todos comenzaron a mirarme con preocupación. Mi novia y mis amigos me pidieron que abandonara el tratamiento estético. Juré y aseguré que no existía, y fue peor porque corrió la voz de que era víctima de una rara enfermedad tropical. Todo el mundo se alejó de mí temiendo el contagio.

Como para confirmar las voces, en mayo tuve una especie de fuerte gripe, en la que se me hinchó la cara. Cuando me bajó la fiebre no pude creer lo que veía en el espejo: la nariz había quedado más ancha y menos larga, los labios se habían engrosado, y los huesos de los pómulos habían cambiado ligeramente de posición. La imagen reflejada no era la mía, sino la de un joven africano.

«Ya se que estás enfermo», me dijo mi novia; «pero yo no puedo hacer nada para ayudarte. Lo que tienes puede ser genético, una de esas enfermedades que se trasmiten a los hijos. Yo no quiero hijos mulatos. Es mejor si no nos vemos por un tiempo, mientras te haces examinar por un especialista». No la volví a ver, ni respondió más a mis llamados y esemeses. Fuí a tres especialistas diversos, que dictaminaron que mi salud era perfecta.

Dos de ellos se rieron hasta las lágrimas cuando les dije que un año antes tenía cabellos castaño claro, ojos azules, piel y fisionomía propias del italiano padano. El tercero me recomendó un psiquíatra.

En abril, antes de los acontecimientos que narré, me había llegado una carta que me comunicaba que había sido excluído de la Ronda Padana, y que mi inscripción a la Liga Norte quedaba suspendida hasta que mi salud mejorara. El responsable local de ambas instituciones es Giorgio, mi amigo más querido desde los años del Liceo. Cuando le pedí explicaciones me respondió que los vecinos no se sentirían tranquilos si en la ronda que debía defenderlos de los inmigrantes aparecía un negro armado con un palo de béisbol.

Durante el mes de mayo, como he dicho, estuve enfermo, y por lo tanto ausente de mi trabajo. Volví los primeros días de junio. Me comporté como lo hacía habitualmente. Entré, hice un saludo distraído y me senté frente a mi computadora. Una hora más tarde llegó el patrón, habló brevemente con algunos colegas, y se vino con paso decidido a mi puesto de trabajo. Sin decir una palabra se puso a examinar el programita en C++ en el que estaba trabajando. Afirmó satisfecho con la cabeza y me dijo seco: «Quién es usted». «Soy Gianpiero Bianchi», le respondí con un hilo de voz. «Bianchi está enfermo», dijo, «y no me parece una broma de buen gusto que usted trate de hacerse pasar por él. Si quería trabajar, y sabe hacerlo, como parece, podía hablar directamente conmigo. Preséntese con sus papeles y a lo mejor lo tomo. Me hace falta gente que programe en ceplusplus.»

«Pero es que mis papeles… », balbuceé. «Clandestino, eh. No se preocupe, si ese es su problema puedo pagarle por hora, en negro. Sin alusiones personales, claro», agregó riéndose entre dientes. Se estaba yendo cuando agregó: «No se qué le habrá dicho el Bianchi, pero no pretenderá que le pague como a un regular…».

Dos días más tarde vino al ataque el propietario de la casa que alquilo. «No se qué relación tiene usted con Bianchi», –me dijo- «pero no puede seguir viviendo aquí. Los vecinos se quejan, y el valor de la propiedad disminuye». «No, esto es demasiado», –respondí- «soy Bianchi, tengo un contrato regular y no me voy a ir de mi casa. ¿Quiere ver mis documentos?». No se tomó el trabajo de mirarlos, por suerte, ya que la foto era claramente distinta de mi aspecto. «Bianchi o Rossi, para mí es igual», gruñó. «Aquí no quiero negros. Si no se va solo lo va a lamentar, tengo buenos amigos en la Questura».

Llamé una empresa de mudanzas, y dejé mis muebles en su depósito. Esa noche dormí en el automóvil, y me desperté entumecido. El día siguiente pedí permiso en el trabajo y me recorrí las agencias inmobiliarias. Todas respondieron al teléfono que tenían varios departamentos en alquiler, y todas habían conseguido milagrosamente alquilarlos a otros cuando me presentaba físicamente.

En la puerta de la última agencia encontré un congolés tan deprimido como yo. «¿No hay casa, hermano?», me preguntó. Un par de meses antes mi única respuesta hubiera sido una mirada de desprecio. Pero había empezado a entender un poco de colores.
«Nada», contesté; «estos tienen departamentos solamente por teléfono…» «Si no les dices de qué color eres», completó él riendo. «¿De dónde vienes?», me preguntó. «No me vas a creer, pero soy italiano.» «Te creo, sé que hay italianos de piel negra, y que no la pasan muy bien. Pero si tienes un apellido italiano puedes dar un poder a alguien, que alquile en tu nombre. Cuando apareces físicamente no pueden hacer nada, porque el contrato está firmado, salvo tratar de echarte con pretextos, claro.»

Mi nuevo amigo tenía un nombre impronunciable en italiano, me explicó, razón por la cual se hacía llamar Tom. Tenía una cara honesta, y yo necesitaba hablar con alguien. Le conté toda la historia. «Feo asunto», me dijo cuando terminé. «No puedes demostrar quien eres, y por lo tanto no puedes usar tus documentos. Y aunque te alquilen, cómo haces para firmar el contrato. Si te cruza un policía por la calle estás listo, creerá que eres un clandestino y que los documentos italianos los robaste.» Venite a dormir a mi casa, y mañana se nos ocurrirà algo. Fui a su casa, un par de piezas en ruinas sin calefacción ni agua corriente, aisladas en medio del campo, que compartía con otros ocho trabajadores inmigrados. Me hicieron lugar en su mesa, comimos y después charlamos y reímos un poco. Quedé sorprendido; hablamos de fútbol, de mujeres, del trabajo y de lo que se ve en televisión, ni más ni menos que con mis viejos amigos liguistas. De vez en cuando aparecía en la conversación una palabra o una frase en dialecto. Si uno no se fijaba en la tonada ni en el aspecto físico parecían jóvenes padanos.

Debo aclararles que yo era liguista, pero no estúpido; sabía bien que los inmigrantes eran personas normales, y no los diablos que presentaba nuestra propaganda; pero así es la política; ¿o ustedes creen que los burgueses eran como los pintaban los comunistas?. Lo que me sorprendía en estos inmigrantes de carne y hueso era su falta de diversidad: nada de extraños rituales, ni de costumbres tribales. Soñaban los mismos autos, usaban los mismos móviles, y zapatos, y camperas de plástica, y estéreos. Iban a las mismas discotecas, con las mismas músicas y hasta con las mismas chicas.

Quiero decir, no es que no fueran distintos, es que eran menos distintos de los italianos de lo que los italianos son entre sí. Entendí que la multiculturalidad no la trajeron los inmigrantes, que la teníamos ya puesta, y que no nos la podíamos sacar sin arrancarnos la piel.

La mañana siguiente, antes de ir al trabajo, volví a hablar con Tom de mi problema. «Antes que nada», me dijo, «tienes que tratar de demostrar tu identidad. Búscate un buen abogado, te harán falta testigos, tu chica, los amigos, tu familia. Hazte hacer un certificado médico, o algo así. Después vemos.»

Fuí a ver un abogado que conocía de la Liga, y fué un desastre. «¿Usted es amigo de Gianpiero? », me preguntó mirándome sorprendido. «No, yo soy Gianpiero, déjame que te explique», respondí. El abogado apretó tres veces un botón en el borde del escritorio y me dijo : «Mi secretaria ha llamado ya la policía. Le aconsejo que se vaya inmediatamente.» Terminé consultando un abogado del sindicato, yo que odiaba a esos comunistas.

Spataro, el abogado sindical, encontró mi historia muy divertida. Le pregunté si me creía. «No entendiste», me contestó. «La verdad y la justicia no son asunto de abogados, a lo mejor no son asunto de simples mortales. No importa si te creo o no. Te defenderé, si puedo, con las leyes que hay y con mi poca o mucha experiencia. El resto es aire frito.»

Los testigos me fallaron casi de inmediato. Mi ex-novia seguía sin responderme. Spataro consiguió hablar con ella, pero su respuesta me quitó cualquier esperanza. Se negó de plano a declarar en el Tribunal. Amenazada con la convocación coercitiva, contestó que era mejor que no hiciéramos la prueba, porque entonces ella habría declarado que no sabía si la historia de la enfermedad era o no cierta, y que por lo que podía saber yo era ahora una persona distinta.

Mis ex-amigos respondieron que no podían afirmar bajo juramento que no hubiera habido un cambio de persona en algún momento. Me decidí a ir a ver a mi madre, titular de la finca de familia después de la muerte de papá. Fué algo penoso. Se puso a gritar en la puerta de casa que era típico de Gianpiero mandar un extracomunitario a hablar en su nombre, en vez de visitar a su madre, como todo buen hijo debe hacer. Comprendí que el instinto materno no existe.

Yo no tenía precedentes policiales, por lo que nunca me habían tomado las impresiones digitales. Mi dentadura fue siempre perfecta. Me quedaba solamente el examen grafológico; Spataro, prudentemente, quiso hacerlo hacer antes en forma privada a un experto calificado. Hacía falta un texto manuscrito por mí antes de los hechos, cuya fecha y la identidad de su autor pudieran ser probadas legalmente. Yo trabajo con la computadora, y no hago casi nunca cartas manuscritas, menos todavía si dirigidas a instancias oficiales. Spataro encontró una carta que había enviado al fisco cuatro años antes. El resultado de la prueba fue negativo. Puede ser que en cuatro años mi grafía se hubiera modificado; a lo mejor mi enfermedad había alterado levemente la forma de mi mano o de mis dedos.

Spataro reaccionó con calma. «Señor Bianchi», me dijo, «todavía no se si usted es un italiano muy desafortunado o un inmigrante clandestino que intenta una insólita técnica para hacerse legalizar. En un caso o en el otro tengo que decirle lo mismo: no hay modo de demostrar legalmente su identidad. No tiene testigos, ni certificado médico, ni prueba grafológica. Tendrá que resignarse.»

Tom y los demás muchachos me abrazaron muy solidarios, salvo Ahmed que me dijo en la cara que yo era probablemente un clandestino un poco tonto que trataba de hacerse el vivo, inmediatamente reprendido por los otros. La salida de Ahmed, que estaba algo borracho y que después me pidió disculpas en su estilo (“debe ser cierto lo que dices, para hacerse pasar por un italiano con la cara que tienes no basta con ser tonto, hay que ser loco como un caballo”) hizo venir una idea sensacional a Tom.
«¿Y si te comportaras de verdad como un clandestino que no tiene ningún documento?». «Y qué tendría que hacer, ¿vivir como un agente secreto?», respondí. «Pero no, qué entendiste, tienes un trabajo, algo de dinero en el banco, y nosotros que somos tus amigos. Puedes comprarte una identidad.» En el banco tenía unos 15 mil euros; tardé casi tres meses en vaciar la cuenta por medio de la tarjeta Bancomat. El auto lo abandoné, y quemé los documentos de ‘Bianchi’.

Los muchachos encontraron un inmigrante ecuatoriano que volvía a su país. También en Ecuador, en la costa del Pacífico, hay personas de piel negra. Compré su pasaporte, permiso de estadía, número fiscal, libreta de trabajo y hasta la tarjeta de crédito y el carnet de conductor por cincomil euros. Desde entonces soy Serafino González, nacido en Esmeraldas, Ecuador, hijo de don Anastasio González, pescador, y de doña Hermenegilda Biché, los dos de pura raza afroamericana.

Hice un cursito de castellano en la asociación Italia-Cuba, y empecé a viajar al menos una vez al año a Colombia, para practicar la lengua y también por gusto. Obviamente evito Ecuador, donde vive el verdadero Serafino, a quien siempre agradeceré. Mi vida en la Padania ha tomado un ritmo satisfactorio. Compré un nuevo automóvil, con mi ‘verdadero’ nombre. Conseguí alquilar a un precio escandalosamente alto un departamento con los tres inmigrantes más amigos, incluso obviamente el astuto Tom.

Confesé la ‘verdad’ a mi patrón, y él me tomó con contrato regular. «Eres mejor que Bianchi», me dijo; «en la empresa necesitamos gente como tu, que trabaja duro y no tiene la cabeza en las nubes. Claro que no te daría mi hija en matrimonio, pero de cualquier manera es fea y mala, no te gustaría.» Algunos días después lo vi en la manifestación contra la construcción de la mezquita en la ciudad. Todos tenemos temas en los que no estamos de acuerdo con nosotros mismos.

Me incluyo, por cierto. Soy todavía liguista, creo que la Padania tendría que ser independiente, que los del sur nos chupan la sangre. Pero aunque pudiera no votaría la Liga Norte; el racismo y la xenofobia me parecen, después de mi experiencia, meras burradas. Los extranjeros son riqueza, oponerse a su entrada es como escupir para arriba. Tener una pequeña patria llena de viejos y con las fábricas cerradas por falta de obreros me parece una conquista de retardados mentales. De cualquier manera, paso de política. Ahora trabajo, voy a bailar con mis nuevos amigos, me inscribí en la Universidad como externo y vuelvo todos los años a Colombia. En Cali conocí una chica dulce como ninguna. Al final resultará que me caso y hago la reunificación familiar como un buen inmigrante extracomunitario que soy.

Ayer leí en el diario que las Seichelles volvieron de moda, y que este verano pasaron allá las vacaciones el secretario de partido **, los diputados **, ** y **, los alcaldes ** y **, el famoso periodista ** y el politólogo **. La noticia me causó una hilaridad salvaje. ¿A que el virus del color ataca de nuevo?

Miguel Angel García

Nota: escribí este cuentito en lengua italiana, algunos años atrás, y recibí con él el premio de la provincia de Mántova para escritores extranjeros en italiano. Fue publicado por la editorial Eks&Tra. Habrán observado que me traduje a un castellano algo españolizante; es que no me suena a castellano argentino, que sería mi lengua propia.