domingo, 1 de febrero de 2009

Mano Invisible deserta Davos

Una reunión melancólica, la de los banqueros. Faltaban muchos; algunos porque estaban en arresto domiciliario, otros porque prófugos, otros en fin porque habían cometido el único pecado mortal de la profesión, perder todo su dinero. Algunos fueron, pero no abrieron la boca, y levantaban las solapas del abrigo al salir y al entrar; preferían un perfil bajo, para que nadie se diera cuenta de que estaban succionando millones de la teta del Estado. No era vergüenza, sino prudencia.

La cola de los menesterosos se había acortado notablemente; no daba la vuelta a la manzana del hotel, sino que terminaba a pocos metros, en la salita del buffet. Reconocí solamente al mexicano Calderón y el colombiano Uribe, que se habían dado cuenta ya de que plata no había, y que comían tartinas de caviar a cuatro carrillos. En cuanto a la cola de los conferencistas era larga como siempre, aunque discutían como verduleros cuando llegaban al mostrador de recepción y les explicaban que les habrían pagado en unos bonds sumamente complicados, a lo mejor sin valor alguno. Estaba Blair, con la cara roja de indignación, que con gestos de sus dedos explicaba dónde debían meterse esos bonos, y estaba también Clinton, que se encogía de hombros y decía que, después de todo, ahora gracias a Obama tenía el sueldo de su mujer.

Los diez mil habitantes de Davos, quince mil de los cuales hoteleros, meneaban la cabeza preocupados. Hacía tiempo que no había tanta nieve en las pistas, blancas inmaculadas, pero los ricos visitantes habían desertado en gran parte. Maldecían a los que no lo habían hecho, pero que, después de la medianoche, trataban de abandonar sus habitaciones sin pagar, cargando furtivamente sus valijas en los autos de lujo.

No se veía por ninguna parte Mano Invisible, valga la paradoja. Algunos decían que no había podido venir porque le habían puesto las esposas, otros argüían que algo así no podía suceder, y que si no se la veía era porque en tiempos de crisis el capitalismo prefiere la Mano Visible del Mercado. Pregunté aquí y allá, y al fin un botones ecuatoriano me explicó que él sabía dónde estaba, y que me habría llevado si mantenía un completo silencio. Caminamos hasta el fin del valle, en el barrio de los trabajadores, bajamos una quebrada y, tras dar la palabra de orden, entramos en la última posada de borrachos del pueblo.

Adentro había humo, calor y algarabía; alrededor de la gran stübe habían improvisado un coro montañés. Todos fumaban, tomaban cerveza y ponche y hablaban en el ronco y grosero bajo alemán de la región, con jotas como escupitajos y erres extrañamente dulces. Nos condujeron a un separé dominado por una larga mesa de madera cubierta de jarras de cerveza y de platitos con salchichas, repollo en vinagre, pepinitos y knödel en salsa. Sentado en la mesa estaba Mano Invisible, junto con varios otros sujetos poco recomendables, como el Fantasma del Comunismo. Discutían acaloradamente sobre muros y paredes; mencionaron en particular el Muro de Berlín y la Calle del Muro, o Wall Street, para los que prefieren hablar en inglés.

Al fin aprobaron una moción única: que los Muros fueran reforzados seriamente, o prohibidos del todo. La noche fue muy alegre, y terminamos todos borrachos. Hubo un solo episodio desagradable, cuando un petiso con cara de malo de guerras estelares, vestido con faldas blancas y zapatitos rojos, trató de entrar a la reunión por la fuerza, sosteniendo que era el Dueño de los Valores. Fue echado a la calle ignominiosamente.

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