lunes, 3 de noviembre de 2008

“El” zucchini y la memoria de los argentinos

Respeto mucho la nueva generación de cocineros argentinos, espero que sean ellos los que pongan el país en el nivel que corresponde a un gran productor de alimentos. Pero su memoria funciona de la misma manera contradictoria que la de casi todos los argentinos: olvidan todo o recuerdan más que nadie.
Un ejemplo es “el” zucchini, presente en una cantidad de recetas. La terminación en “i” de las palabras se usa en italiano para indicar el plural, como la “s” en castellano. Hay un artículo en singular y un sustantivo en plural. Pero la palabra “zucchina” es femenina, por lo que el artículo debería ser “le” y el sustantivo terminar en “e”, que es como se forma el plural femenino: “le zucchine”.

“Zucchina” a su vez es un diminutivo de “zucca”, que significa zapallo o calabaza. Por lo que se puede traducir simplemente como “zapallito” (en España “calabacino”). Ojo, no un tipo particular de zapallito, sino cualquiera, redondo, largo, grande, chico, de cáscara fina o gruesa, incluyendo el que produce la calabacita que, secada, se convierte en recipiente para tomar el mate, que en Italia usan para fines decorativos. Poner “zucchina” en una receta en castellano no ayuda mucho, porque puede indicar cualquier tipo de zapallo o calabaza.



Por supuesto que sé a qué se refieren los amigos cocineros: a lo que en otros tiempos se llamaba en Argentina zapallito largo. Entonces, ¿porqué no usar la propia lengua? Zapallito es el diminutivo de zapallo, como zucchina lo es de zucca; agregar “largo” para precisar la forma es lo mismo que se hace en lengua italiana, en la que se dice “lunga” por oposición a “tonda” (redonda). No hay diferencias: los zapallitos son todos Cucurbita pepo, una misma especie que produce una variedad caprichosa de formas. Somos los humanos que hemos seleccionado dos de esas formas, la esférica y la cilíndrica, para usarlas respectivamente rellenas o cortadas en rodajas.

La paradoja de todo esto es que en el territorio argentino se cultivaban, seleccionaban y comían zapallitos (redondos y largos) miles de años antes que en Italia, ya que es una hortaliza de origen americano. “Zapallo”, precisamente, viene del quechua “sapallu”.

Pero una extraña amnesia afecta a los argentinos, que vuelven a recibir desde Europa lo que se inventó aquí, y lo denominan en una lengua italiana grotesca, en un país que supo tener, un siglo atrás, muchos que hablaban y escribían en un buen italiano.

Un caso opuesto es el de los “tallarines”. Nosotros llamamos así unos fideos, generalmente frescos y al huevo, cortados en tiras delgadas y chatas. Es la pasta de una gran región del norte de Italia que comprende el Piemonte, la Lombardia, la Liguria y la Emilia, donde se consume con ricas salsas a base de carne. A diferencia de los spaghetti, era producida en familia; el ama de casa amasaba una delgada capa de pasta, y la colocaba sobre un instrumento llamado en dialecto “tajarin” (la “j” se pronuncia entre “i” y “ll”). Este era un bastidor con hilos metálicos bien tendidos, parecido a un arpa cuadrada. Con un palo de amasar apretaba la pasta contra los hilos, hasta que la masa caía debajo en forma de fideos chatos, listos para cocinar pocos minutos en agua hirviente.

Cuando llegué a Italia, hace más de treinta años, me corregían siempre: “No se dice tallarines, se dice tagliatelle”. Después supe que tajarin (que se pronuncia “tallarín”) era el nombre original, preservado en los dialectos locales, mientras que “tagliatella” era el intento primero nacionalista y después fascista, de sustituir forzadamente las lenguas dialectales. En este caso la memoria de los argentinos había preservado el viejo nombre, olvidado por los mismos italianos. Por lo tanto, amigos cocineros, digan “tallarines”, y no “tagliatelle”, como los italianos desmemoriados.




Un tercer ejemplo es el de los “spaghetti al filetto”. Filetto significa casi exactamente lo mismo que “filete” (en castellano) y “filet” (francés e inglés). Es la espiral sobresaliente del tornillo, una línea decorativa en el arte tipográfica (de la que viene nuestro “fileteado”), un juego de mesa, una banda estrecha que decora un vestido, un delgado bife de pescado, cortado de manera de excluir las espinas. En italiano significa también un corte de carne vacuna, equivalente a nuestro lomo, y por extensión el corte en fetas delgadas de cualquier cosa, desde los hongos hasta las berenjenas, desde el pavo hasta el conejo.


Por lo tanto, si se quiere ser entendido, hay que explicar “filetto” de qué cosa tiene el plato en cuestión. Si no se aclara el lector italiano entenderá que se trata de spaghetti con carne de lomo, porque es la acepción más frecuente. Pero no es esto, si no “filetto di pomodoro”, o sea filete de tomate, tomate cortado en láminas muy finas. De más está decir que el lector argentino entenderá mejor si se titula el plato “spaghetti al filete de tomate”.

¿Sirve para algo todo esto? Los argentinos tenemos un patrimonio cultural enorme y fragmentado, en el que la inmigración italiana (y española, judía, alemana, francesa y tantas otras) tiene un lugar relevante. A medida que pasan los años la memoria del evento migratorio, no elaborada ni vuelta consciente, tiende a sumirse en el olvido, a adquirir formas fantásticas o a confundirse con la mundialización en acto. Pensarla es un modo de digerirla mejor, de actualizarla, de volverla elemento vivo de nuestra cultura presente, de recortarse un espacio entre las modas y tilinguerías.