miércoles, 6 de mayo de 2009

70

Hace unos días celebré con algunos de mis amigos mi cumpleaños número 70. Nací en 1939, año negro si los hubo. En enero los franquistas tomaron Barcelona y la Italia fascista se anexó Libia, después de una feroz masacre. En febrero las tropas japonesas desembarcaron en Hainan, empezando la sangrienta campaaña de exterminio en China, se volvió masiva la fuga de republicanos españoles hacia Francia, y el gobierno “democrático” checo expulsó los judíos extranjeros (léase alemanes) hacia Alemania.

No le sirvió de mucho: en marzo los nazis invadieron Checoeslovaquia y ocuparon Bohemia y Moravia. En Eslovaquia el obispo católico Joseph Tiso asumió como presidente, con el nazi Vojtech Tuka como primer ministro; iniciaron las persecuciones y asesinatos. Tropas alemanas ocuparon parte de Lituania. En España cayó Madrid en poder de los franquistas, a lo que siguió un orgía de sangre.
En abril empezó la dictadura franquista, mientras arreciaban los asesinatos de masa y tomaban el camino del exilio centenares de miles de españoles. Mussolini invadió Albania, y el partido fascista Guardia de Hierro de Ion Antonescu crecía en Rumania, sin hacer misterio de su intención: terminar con el parlamento y la democracia, cosa que consiguió el año siguiente.

En mayo se firmó con gran pompa el “Pacto de Acero” entre Alemania e Italia, al que se agregaron sucesivamente varios gobiernos cato-fascistas, autoritarios y anticomunistas del este de Europa. Fue entonces que, sin saber lo que hacía, nací yo en un lejano país neutral del culo del mundo, Argentina. Tres angustiosos meses más tarde Alemania invadía Polonia, y arrancaba oficialmente la segunda guerra mundial.
La matanza, el horror y la infamia alcanzaron cumbres siempre más altas en los años sucesivos, mientras lejos del matadero yo aprendía a caminar, a destruir objetos pequeños y por fin a hablar hasta por los codos. Uno de mis primeros recuerdos conscientes es el del día en que terminó la guerra europea (porque en el Pacífico seguía, y siguió hasta que la bomba atómica inauguró un nuevo período histórico). El coro de sirenas de los barcos en el puerto, las banderitas argentinas y los distintivos, los vecinos que se abrazaban en la calle, muchos de ellos judíos polacos, republicanos españoles, griegos, yugoeslavos y tanta otra humanidad sobreviviente.

Fui enterándome de lo que había pasado realmente poco a poco, durante diez o quince años de lecturas. Para mi generación el día de la victoria fue un punto final sobre la desdichada primera mitad del siglo XX. Nos costó mucho redescubrir las revoluciones europeas, sus derrotas, el ascenso de la marea negra y su abominable caída. Nuestros mayores habían cerrado la bolsa de los recuerdos, como si el día de la victoria hubiera sido el día del olvido. Así nos abandonaron a nuestros propios sueños y pesadillas, que eran distintos de los de ellos. La revolución cubana y la descolonización afroasiática, la permanente amenaza de la guerra atómica, el espíritu libertario de los años 60, la cultura norteamericana y la guerra de Vietnam, el redescubrimiento de un marxismo teñido de sicoanálisis, de tercermundismo y de escuela de Frankfurt.

Cuando, a través de los libros, supimos del monstruoso plan de exterminio del pueblo judío, de los campos de concentración y sus hornos infames, del asesinato organizado de comunistas, socialistas, anarquistas, gitanos, homosexuales y una larga lista de indeseados, todo ello nos parecía irrevocablemente pasado.

Casi cuatro décadas tuvieron que pasar para que aprendiéramos que la política del exterminio de masa seguía siendo posible, y en esa América del Sur que la guerra mundial había salteado. Me hicieron falta otros treinta años para descubrir que el odio racial, el odio implacable al extranjero y al diverso, puede renacer de sus cenizas y sembrar una Europa culta, rica y olvidadiza de campos de internación y de medidas discriminatorias para los “delincuentes” que pretenden migrar a un país distinto.

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