jueves, 25 de junio de 2009

Testimonios y testimoniales

El argentino Hernán Casciari, colaborador de El País y buen escritor, cuenta en La Nación del 21 de junio lo mucho que atribuló para explicar a un amigo “europeo” qué son las “candidaturas testimoniales”. Supongo que se trata de un amigo español. A no muchos kilómetros de Barcelona, en Italia, las “candidaturas testimoniales” son moneda corriente.

España e Italia son países europeos a pleno título, creo; hasta no hace mucho había quien decía que Europa empezaba en los Pirineos; ¿no será que ahora hay quien afirma que termina en los Alpes?. Generalizar a partir de un caso es siempre un error, pero nunca tanto como cuando se define la europeidad.


Precisamente mientras Casciari enviaba su colaboración yo iba a votar en el referendum italiano, donde entre otras cosas me preguntaban si quiero abrogar la norma que permite “essere candidati e quindi eletti in più di una circoscrizione e poi optare in quale di queste ultime cedere il posto ai non eletti” (ser candidatos y por lo tanto elegidos en más de una circunscripción y después optar en cuál de éstas ceder el puesto a los no elegidos). O sea nada más y nada menos que la práctica exótica de los indios de la república del sur, el voto a candidatos testimoniales.
Desgraciadamente es más que probable que el referendum pierda por abrumadora falta de quorum. La escuela en la que voté estaba completamente vacía, y algo muy parecido pasó en todos lados. La cuestión, que apasiona solo a los políticos de los distintos bandos, deja completamente fríos a los electores. ¿Les gusta ser timados? (estafados, en argentino).

No, no les gusta. Pero hace tiempo que pueden (podemos) hacer muy poco frente a una política trasformada en gran empresa, con ingentes inversiones de capital y campañas publicitarias ultramasivas. Las candidaturas testimoniales son solo uno de los mecanismos menores de control; también hay listas sábana decididas a dedo por los jefes, partidos inventados para canalizar votos o para engañar a los votantes adversos, “pianistas” (como les dicen en Italia a los diputados que votan por sí y por varios ausentes) y muchas otros dispositivos destinados a blindar el poder de los políticos poderosos. Esto ocurre en toda Europa (y en Estados Unidos, y en Japón), y no solo en Italia; difieren los mecanismos, no la dirección general.

Casciari, por su apellido, debe ser de origen italiano, yo soy de origen español; pero él vive en España, e ignora lo que pasa en Italia, y yo me temo que, viviendo en Italia, mi información española tenga no menos huecos. Los argentinos de Argentina están todavía peor: según parece creen que las cosas malas pasan solamente allá en el Atlántico sur. En estos tiempos de instrumentos informativos potentísimos todos parecemos aislados en islas remotas, esperando en vano el galeón con la correspondencia para saber lo que pasa en el mundo.

lunes, 1 de junio de 2009

El nacimiento de los ñoquis

¿Qué comían los italianos antes del descubrimiento de América? La pizza y los espaguetis, la lasaña y los ravioles son inimaginables sin tomate; la polenta sin el maíz parece imposible, y lo mismo puede decirse de los ñoquis sin las papas. Y sin embargo se las arreglaban: no hay como el hambre para desarrollar la creatividad de los pueblos. Los italianos de clase popular (los ricos “preferían” las carnes) eran comedores de harinas, o mejor dicho de sémolas, de harinas poco refinadas. En plural, porque además del trigo usaban el centeno, la cebada, el farro, el mijo, el garbanzo como los mediorientales, la castaña y varios otros vegetales, en tiempos de carestía mezclados con ceniza o con crusca, para engañar el estómago.


Los súbditos pobres del romano imperio se conformaban con una sopita de sémola, más o menos aguada, a la que le daban sabor agregándole “garum”, una salsa obtenida de la maceración de intestinos de pescado que los arqueólogos no han podido recrear; para evitar equívocos anticipo que, aunque lo hagan, me negaré a probarla.

En la alta edad media en Italia se comía sobre todo “polenta”, la que no era obviamente de maíz, entonces desconocido en Europa, sino de... las mismas sémolas de la sopita romana, aunque por suerte sin el garum. El trabajo de preparación era mayor, había que revolver y revolver para evitar que se quemara, pero el resultado era sin duda más alimenticio. La polenta se saborizaba con una variedad de salsas, hechas con lo que la nobleza permitía consumir al vulgo: el líquido en el que se habían hervido las carnes (presumiblemente destinadas a cocinas más pudientes) reducido y concentrado; hierbas recogidas en los prados, hongos y espárragos silvestres de los bosques; frutas secas, aceitunas y pasas de uva; carnes de menor valor. Otra variante consistía en enfriar la polenta sobre superficies de madera o mármol, después cortarla en bastones y freírla en aceite.

Es ya un plato moderno: he podido gustarlo en el Friuli y la Venezia Giulia, en el alto bergamasco y en la baja padana, con harinas de trigo y salsas de tradición milenaria. En el pueblo en que vivo algunas familias lo hacen todavía con “asinello”, o sea con carne de burro. Esta comarca, al pie de los Apeninos, criaba burros de carga, para la travesía entre Bolonia y Florencia, y se comía los que sobraban, supongo.

El paladar medieval, siempre más refinado a medida que se desarrollaban las autonomías comunales, no tardó en descubrir que el secreto estaba en la relación íntima entre la sémola y la salsa. Algún cocinero genial tuvo la idea de amasar choricitos de harina y agua, y de cortarlos en segmentos. Estas pequeñas piezas de harina se cocinaban más rápido, y “agarraban” mucho mejor la salsa. Habían nacido los ñoquis.


Los ñoquis (gnocchi es el plural, la “gn” se pronuncia “ñ” y la “ch” se pronuncia “qu”; el redoble de la c vuelve más marcado el sonido; gnocco es el singular; “gnocca” es como decir “mina”, aunque viene de la denominación vulgar del órgano sexual femenino) a partir de la forma primigenia se desarrollaron como conchillitas, mediante la presión de un tenedor, como cubos (en la versión aún en uso en Austria y en Ucraina) y como redondeles, típicos de la ciudad de Roma. Se unieron con nuevas salsas: los “pestos”, o sea ingredientes “pestati” (pisados) en un mortero; las “agliate”, o sea salsas concentradas de ajo; las cremas de queso, y los quesos estacionados rallados. Como se ve los ñoquis, sin dejar de ser populares, transitaban hacia una clase media que cuidaba mucho más la profesionalidad del resultado.

Los ñoquis fueron la encrucijada decisiva en la larga marcha de los italianos hacia la pasta. En tiempos de Boccaccio se llamaban maccheroni, pero eran siempre ñoquis de sémola, enriquecidos con queso rallado. Bartolomeo Scappi, que trabajaba en las cocinas del Vaticano, recuerda “questi maccaroni, detti gnocchi, fatti con fiore di farina, mollica di pane e acqua bollente... coperti di agliata” (estos macheroni, llamados ñoquis, hechos con flor de harina, miga de pan y agua hirviente... cubiertos de salsa de ajo). Estamos ya en la “pasta corta”, de la que descienden las “trenette” genovesas con las que se debe probar el pesto y los macarones con verduras y pescado que aprecian en Calabria y Puglia. Y a un paso de la “pasta lunga”: en su variante piemontesa del tallarín (tajarin) de harina y huevo, y en su variante napolitana del “spaghetto”, la pasta asciuta (seca) árabe.


Mientras tanto se descubrió América... y en la gastronomía italiana no pasó nada. Para el maíz hubo que esperar el 1700, para la papa el 1750, y ¡para el tomate la primera mitad del siglo XIX! Los países sudamericanos eran ya independientes cuando la polenta encontró la sémola de maíz, los ñoquis encontraron la papa y las salsas encontraron el tomate. En el ochocientos fue una marcha triunfal: nacía la cocina italiana.